EL ÉXITO DE LO BREVE

 

Decía la narradora Ana María Shua que si fuese verdad que lo breve está de moda y que ella, tal como la llaman, fuese la reina del microrrelato, tendría una cuenta bancaria abultada.

Y ciertamente hay una tendencia en estos años a confundir la reivindicación de las formas breves de la literatura con la necesidad ineludible de la propia literatura, de los escritores y de los lectores de abrazar la brevedad. No hay nada tan exitoso como las novelas históricas, que se toman su tiempo y espacio para contar sus relatos, abundando en el detalle y en la descripción. Ni como los libros de autoayuda, que dan vueltas y vueltas, situación tras situación, ejemplo tras ejemplo, a una única idea. O los libros juveniles, carne de adaptación cinematográfica, sobre niños magos enfrentados a sofisticados e inacabables villanos.

¿Y lo breve? Tiene su lugar en el estante de unos pocos, también creadores, empeñados (y lo consiguen) en dar prestigio a formas que no siempre han tenido mucha centralidad en la historia de la literatura.

Y digo “formas breves” porque, como señaló la propia Shua en un libro-taller sobre el microrrelato, hay una suerte de rosa de los vientos en la que diversas formas (el haikú, el epigrama, el aforismo, el poema de un único verso, el poema en prosa, el microrrelato) se sitúan y se invaden territorios. Se ha querido reivindicar, y tiene muchas posibilidades de ser cierto, el carácter misceláneo, híbrido de la literatura contemporánea, heredera del desafío que el modernismo (especialmente el latinoamericano) de finales del siglo XIX y principios del XX planteó a la tradicional división de géneros.

Todo ello se ha emparentado con la instalación de lo breve en nuestras vidas: vídeos más cortos, rapidez en la circulación de la información, mensajes trasladados en forma de eslogan, usuarios que no escuchan todos los minutos de una canción, y dedos que pasan segundos de imágenes en busca de una persona que pueda interesarles o de un contenido que ver o escuchar.

Y así, una forma como el aforismo, que durante siglos fue el vehículo, entre la precisión y el ingenio, de pensadores y científicos, para describir el mundo, “el mundo menor” del hombre, que diría Leonardo, se ha ido convirtiendo en una herramienta poética muy entroncada con la rapidez del presente para trazar el instante, la revelación estética, el humor, la pequeña verdad que parece irrefutable (y no lo es) de lo cotidiano.

No hay libros de aforismos superventas, pero sí cultivadores asiduos y cada vez más numerosos y como ocurre también con la poesía, el número de creadores de aforismos no difiere demasiado del de lectores. Prácticamente no hay lector de aforismos que no sea a su vez creador. Al fin y al cabo, como escribió un aforista de culto como Ramón Eder, “el aforismo empieza cuando acaba”, cuando queda en las manos y en la mente del lector.

A veces la lectura constituye un verdadero acto de creación y salen homenajes o recreaciones verdaderas. En otras, el aforismo se traslada como un eslogan, como algo que hay que asumir, que mimetizar.

No hace mucho se convocó un premio destinado a aforistas que nacía impulsado por el hastío de los convocantes ante lo repetitivo de los aforismos que leían y el carácter intercambiable, impersonal, de esas producciones. Un empacho propiciado por el uso y abuso de unos mismos procedimientos, de una misma visión del mundo, sumado, todo hay que decirlo, a que esos convocantes habrían leído más aforismos por tanda de lo que recomiendan los prospectos literarios: como mucho, diez por día.

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